28 de abril de 2013

Feministas en Tacuarembó


Todo está conectado. Es una verdad de Perogrullo, una afirmación que solemos repetir sin comprenderla del todo, y que solemos olvidar en el momento de la indignación, de la rebelión, del impulso al cambio.
Pero todo está conectado. Al modificar algo que no nos gusta en el presente, quizás estemos suprimiendo la posibilidad de una felicidad futura. Porque (como afirma otra perogrullada, no menos cierta) aun en los basurales crecen flores.
Pongamos por caso que en la Francia de 1890 hubiese existido la libertad sexual de la que se jacta la Francia de nuestros días. Supongamos que las almas rebeldes de entonces hubiesen logrado imponer (setenta años antes que los hippies) otra idea de las relaciones y vínculos sociales; imaginemos que el sentido común de las jóvenes generaciones hubiese conseguido aportar algo de cordura ante la moralina y la hipocresía de una sociedad libertina de la puerta para adentro, pero pacata de la puerta para afuera.
De haber sido así, la muchacha Berthe Gardes no habría sufrido la deshonra ni la ignominia, y habría podido vivir en paz y hacer su vida como cualquier otra mujer de Toulouse, donde habría criado a un niño feliz (un niño sin padre, pero feliz), que a su vez habría ido a la escuela y luego a trabajar (comenzaban temprano entonces); quizás el niño se habría hecho mayor, y habría ingresado a la nueva fábrica de aeroplanos, y luego habría tenido su propia familia y quizás habría muerto de viejo, como un jubilado de Airbus rodeado de una prolífica descendencia.
Pero no fue así. Y Berthe debió huir a Sudamérica para escapar del escarnio que se destinaba entonces a las madres solteras. Lo demás ya es historia: su hijo, Carlos Gardel, se convirtió en el mejor cantante de tangos de todos los tiempos.
Gardel, digo, no habría podido existir si la Francia de 1890 hubiera sido “mejor”, según los parámetros con los que pensamos ahora. (O quizás sí, pero solo para los uruguayos).