5 de marzo de 2011

Buenos Aires, 2011. Un reencuentro en el futuro

Casi nueve años. Es como haber dormido durante una década para despertar en el futuro. Uno cree que todo va a seguir igual, que solo pasó un día (una noche), pero no. Sale a la calle y se encuentra en una ciudad creada por un escritor de ciencia ficción, que imaginó a su metrópoli igual, pero distinta; construida a base de exagerar rasgos, proyectar tendencias y recuperar historias del pasado para colocarlas en el mañana, la pluma y la imaginación pintan un paisaje a la vez familiar y desconocido.


El autor juega a imaginar una pobreza que continuó creciendo y retroalimentándose. Así, escribe una ciudad donde las villas miseria son ya urbanizaciones precarias con edificios de dos, tres y hasta cuatro pisos, endebles e inestables, laberínticos, como favelas en los llanos terrenos del ferrocarril.
Siguiendo esta línea decadente, el escritor se ceba con algunos símbolos de la opulencia en retirada: el histórico primer shopping de la ciudad, punta de lanza de una sociedad con aspiraciones de primer mundo, aparece convertido en un supermercado de barrio con locales de galería, custodiado por los linyeras que beben vino al sol o que duermen en colchones sucios a la sombra de la basura.
En esta ciudad, la paranoia de la inseguridad lleva las rejas del country a las plazas, monumentos y edificios públicos. Espacios que incorporan personajes y ecosistemas propios, tan naturalizados como las palomas y los gorriones, los perros y los jubilados: en sitios estratégicos, en indiferente convivencia con los cartoneros y los oficinistas de celular y gomina, acampan grupos diversos con luchas dispares, mezcla de conflictos nuevos e históricos, en un ritual de protesta tan repetido que, lejos de concitar atención, genera pura apatía.
Aunque no todo es ruina y caos en esta historia. Por el contrario, el autor transforma Puerto Madero en una próspera y cara zona de rascacielos a la que, como una broma a los tilingos de su época, hace llamar “pequeña Manhattan”. Coloca en ese remanso de paz urbana todos los lujos posmodernos imprescindibles para la vida moderna: edificios de cristal que ensombrecen a los viejos almacenes reciclados, hoteles de cinco estrellas, restaurantes que cobran por respirar, e incuso una tienda de Apple. La ironía del autor imagina que, en algunos paneles informativos, los porteños verseros (en la más noble tradición de vender buzones al extranjero) sugieren a los visitantes que el insulso Puente de la Mujer “representa esquemáticamente una pareja bailando tango”. O quizás se trata de lo contrario, de que el tiempo devolvió el golpe y un español (el arquitecto del puente) vendió un buzón a los porteños…
(Probablemente porque fuera ex alumno del Colegio Nacional de Buenos Aires, el novelista deja intacto en este sofisticado Puerto Madero al viejo campo de deportes, como una pequeña aldea de Astérix que resiste al invasor inomobiliario.)

En esta ciudad de novela, emulando al principal referente político del siglo XX, reina la efigie de otro líder inescrupuloso y megalómano que, como aquel, se las ingenió para ocupar el puesto de mártir en la indefinible ‘causa popular’. En claro homenaje a la historia, el autor hace que las paredes estén pintadas no ya con la vieja P sobre la V (de vuelve, vive y victoria), sino que coloca una letra diferente: una K, una grafía extraña y poco frecuente (que, imagina el autor, remitirá en el imaginario de sus lectores al rey de la baraja francesa). El autor lo escribe recién muerto, con una herencia a dividir entre una viuda negra, seguidores fanáticos y socios oportunistas, mientras algunos empresarios devenidos en políticos y los viejos animales de pasillo y contubernio conspiran para ganar posiciones en su permanente juego de escalada hacia ninguna parte.

Pero el escritor va más allá y no se contenta con repetir la historia en nombres diferentes: piensa en una ciudad con las viejas aspiraciones de urbe europea rebajadas en sus pretensiones, que ya no sueña con los grandes monumentos arquitectónicos y los magnánimos paseos arbolados, sino con trivialidades como una Policía propia con uniformes decorados a tiras cuadriculadas; o como un servicio de bicicletas gratuitas; o como, por qué no, los autobuses de dos pisos para los turistas.
En este juego de cambios, el escritor despista al protagonista (y al lector) con peatonales que no existían, líneas de subterráneos nuevas o más largas, avenidas que cambian sus manos, carriles para bicicletas que no se sabe adónde van, y la sensación de que viajar en transporte público es vivir el verdadero significado de ‘hacinamiento’.

Luego están las cosas que no cambian, las que confunden al personaje y le hacen creer que el tiempo no ha pasado: el tráfico enloquecido, los colectivos ruidosos y de tendencia homicida, los ‘arbolitos’ en Florida, el tango for export, el ‘pesito pa la birra’ (o el ‘sánguche’), los que reparten volantes, los kioskeros que no cambian monedas, las colas en los bancos (y el sistema que se cae), las baldosas flojas, las veredas rotas, los charcos de agua, los cortes de calle por cualquier cosa…
Aquí, sin embargo, el novelista vuelve a dejarse llevar por su perversa imaginación y, en clara crítica a las crecientes hipersensibilidad y sobreactuación de la sociedad contemporánea, imagina un episodio absurdo: en un trayecto de vuelta a casa, obliga al colectivo de su personaje a tomar un desvío inesperado. El protagonista pregunta a qué se debe y la respuesta lo deja sorprendido: la calle lleva años cortada desde que una esquina fue convertida en un santuario a la memoria de las numerosas víctimas de un incendio. “¿Qué pasó?”, pregunta. Y así le cuentan que un idiota encendió una bengala en un local cerrado durante un concierto de rock, que todo ardió en llamas y que las puertas de emergencia estaban bloqueadas. “Fue una masacre”, le dicen. “Todo bien con esa gente, pero… ¿va a pasar esto con cada tragedia de acá en más? A este paso, la ciudad entera va a ser peatonal”, comenta el héroe, inocente. Entonces algunos pasajeros lo miran con desprecio, otros con resignación y otros como si acabara de llegar desde Marte y no supiera cómo son las cosas por estos lares.

Con premeditada maldad, el autor hace que el protagonista busque cordura y consuelo en la televisión; y parece que lo consigue, al comprobar que continúa siendo tan estúpida como siempre. Pero todo puede ser peor: empeñado en construir un futuro negro, el escritor (hombre culto y alejado de las pasiones populares) imagina una caja boba que retransmite todos los días, a todas horas, en casi todos los canales, al deporte rey. Fútbol: siempre un partido en antena, sea nuevo o viejo, local o extranjero. Y, cuando no, resúmenes, repeticiones y paneles de analistas y opinólogos: mesas con gente que habla al mismo tiempo y se inventa problemas que no le interesa resolver, críticos del fútbol que adoptan el lenguaje del tablón con la palabrería aprendida en escuelita de periodismo.

El protagonista apaga el artefacto y compra un diario. Descubre que los diseños cambian o mejoran, pero el contenido ha desaparecido. Enterrados entre anuncios de electrodomésticos, ropa y supermercados, solo encuentra titulares inescrupulosamente tendenciosos, pantallazos de historias sensacionalistas y alguna que otra infografía curiosa sobre un tema que nunca existió (que ayer no era nada y mañana habrá desaparecido).

Y así, algo decepcionado pero a la vez lleno de curiosidad, el protagonista se debate entre continuar explorando a su viejo Buenos Aires, o volver a dormirse otros nueve años más. O para siempre. (Y el escritor concluye el capítulo, dejando el suspenso servido para más adelante).

2 comentarios:

Ana Kerman Social Media dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Ana Kerman Social Media dijo...

Muy buenas reflexiones. Una de las más importantes quizás: "el contenido ha desaparecido". El vaciamiento neoliberal que bajo el sglogan de la "revolución productiva" introdujo mafias en Argentina. Un ex presidente que voló un pueblo entero para ocultar evidencias de que él y sus secuaces estarían por siempre involucrados en el tráfico de armas. Y mucho más, pero hasta aquí llego hoy. ¡Gracias!