Pero a no
entusiasmarse, discípulos de Negroponte, futurólogos de feria o compradores
compulsivos de smartphones. No se
trata de que me pasé a los periódicos on-line:
tampoco incorporé el ritual de visitar diariamente al menos una página de
noticias, recorriéndola de principio a fin para ver qué está pasando en el
mundo. Como digo, no leo diarios en ninguno de sus formatos.
El asunto no
debería de resultar extraño, porque hay mucha gente que no lee los diarios (ni
en papel, ni en digital; ni la página de los chistes, ni cuando envuelven el
pescado; ni la tapa ni un enlace que le pasó un amigo; nada de nada). Sin
embargo, sí parece raro cuando el que suscribe se formó profesionalmente para
ser, entre otras cosas, periodista. Por ello creo que el asunto merece una
exploración, un intento de explicación.
Al principio creí
que se debía a la mala calidad del periodismo actual (o a un aumento de mis
exigencias, si es que el periodismo fue siempre igual de malo). Me dije que,
dados los errores y las erratas, la falta de rigor, la superficialidad y, por
qué no, los problemas de dicción, gramática y ortografía de la mayoría de
comunicadores, leer prensa (o ver noticieros, o escuchar los informativos de la
radio) era una práctica más cercana a la autoflagelación que a la sana
costumbre de mantenerse informado.
Pero eso, en
definitiva, era echarle la culpa a otros de un problema que, intuyo, es solo
mío. Así que se me ocurren tres hipótesis para explicar mi cambio de hábitos.
Primera hipótesis: la indignación
Todo comenzó los
domingos.
Los domingos,
como mucha gente, solía levantarme algo tarde y me pasaba la mañana, hasta la
hora de almorzar, tomando mate y leyendo los diarios (o bien había más de uno
en la mesa, o bien el diario traía tantos suplementos que parecían muchos
diarios). Pero algo comenzó a cambiar: sistemáticamente, mi buen humor matinal,
mi relajado ánimo de domingo se tornaba pronto en indignación, en malestar, en
contrariedad, ira, desesperación, irritabilidad y/o desasosiego apenas pasar
dos o tres páginas.
No ocurría lo
mismo los otros días; solo el domingo. Quizás, pensé, tenga que ver con que ese
día hay más artículos de opinión y análisis, o reportajes que profundizan en
ciertos aspectos crudos de la realidad; pensé que, tal vez, eso convertía al
diario del domingo en materia opinable. En ese contexto, lo que ocurría era que
mis pareceres chocaban con aquellos de los autores y que, al no poder
responderles en la cara, todo lo no-dicho se convertía en malestar,
indigestión, úlcera.
Pero transcurrió
el tiempo y ya no fueron solamente los sesudos sofismas del domingo los que
alteraron mi espíritu: cualquier breve, suelto, noticia al pasar o resumen de
la programación de televisión, un martes o miércoles del montón, comenzó a tener
el mismo efecto indignante. Y eso no puede ser.
La indignación
es, para mí, un sentimiento reprobable a la altura de otros como la envidia o
los celos: es inevitable, casi instintivo, pero indeseable para cualquier ser
que presuma de un mínimo de inteligencia y de razón. La indignación esconde la
incapacidad de comprender (la sabiduría trae paz); uno se indigna cuando no
comprende por qué las cosas no son como uno cree que deberían ser; la
indignación refleja nuestra ignorancia sobre el mundo.
Ahora bien, si
leer los diarios me provocaba una recurrente indignación, había dos claras
lecciones a aprender: una, que yo era un ignorante; la otra, que la información
contenida en los diarios no contribuía a solucionar este tema.
Por lo tanto, la
lectura de los diarios no tiene sentido: me hace comportar de un modo
indeseable (me indigna) y, por otra parte, no me aporta conocimientos útiles
sobre el universo. Lejos de informar, el diario solo señala todo lo que no sé.
Segunda hipótesis: la especialización
Hay, sin embargo,
otra explicación posible a mi abandono de la prensa diaria. A falta de mejor
nombre, vamos a hablar de “especialización”. Permítaseme una breve digresión.
En los kioscos,
en la televisión, en las radios y en internet, conviven numerosas publicaciones
especializadas sobre temas muy diversos. Algunas de ellas nos interesan más;
otras menos u ocasionalmente; y otras no nos interesan nada. Por ejemplo,
eventualmente compro alguna revista de historia o sobre fotografía digital,
pero nunca leo nada de halterofilia o jardinería. Junto a estas, pero con un
carácter algo más general, hay otras publicaciones especializadas que tienen un
campo de acción amplio y, a la vez, acotado: la prensa rosa o del corazón, la
prensa deportiva, la prensa cultural, la prensa sensacionalista.
Todas estas publicaciones
tienen algo en común: cada una recorta un universo con sus propias figuras y
problemáticas centrales, sus propias leyendas y mitos, sus propios focos de atención.
Así, los vestidos de la monarquía europea son objeto de interés para la prensa
rosa, pero no para la deportiva; la contratación de un futbolista de medio pelo
compete a la prensa deportiva, pero no a la cultural; el nuevo y polémico libro
de un ensayista provoca ampollas en la prensa cultural, pero no interesa a los
periódicos amarillos; y el horrible asesinato de una anciana es primera plana
en un pasquín popular, pero jamás tendrá sitio en las revistas del corazón. (Y,
del mismo modo, un original fotógrafo será el mesías en la revista de fotografía,
pero no será nadie en la de halterofilia).
Cada persona, por
distintos motivos, selecciona de entre todos esos mundos aquellos que siente
afines, aquellos en los que le interesa vivir. Así, alguien puede llegar a
saber todo sobre un tema, a reconocer por la calle a las personalidades
destacadas de ese universo, pero ignorar los otros (yo podría, por ejemplo, estar
almorzando en el mismo restaurante que el levantador de pesas más famoso del
mundo, a una mesa de distancia, e ignorarlo por completo).
Pues bien, a lo
que quiero llegar (como alguno ya habrá adivinado) es a que la prensa en
general (los diarios, los noticieros, los informativos de la radio) también es
una suerte de prensa especializada, con sus propio universo recortado del
total, que construye un mundo particular con sus personajes e intereses
destacados: políticos, economistas, personalidades relevantes del mundo
empresarial o del espectáculo; subidas y bajadas de la bolsa, encuentros
ministeriales, lanzamientos de programas de televisión, o de nuevos productos
informáticos… En fin, ahora mismo no sabría decir cuál es la especialización de
los diarios, pero desde luego no es una especialidad que me interese.
No me interesa
saber nada sobre Bailando por un sueño,
sobre la calificación de la deuda Argentina o Europea, sobre el comienzo de las
rebajas en El Corte Inglés, sobre las terapias alternativas que podrían haber
causado la muerte a Steve Jobs, sobre los conflictos provincianos por el uso de
lenguas cooficiales en la escuela, sobre iniciativas ridículas para reemplazar
estatuas, sobre polémicas absurdas por el color de los billetes o el discurso
inaugural de una feria, sobre casos policiales de niños ricos, o sobre un largo
etcétera.
De lo que traen
los diarios, solo me importa cierta información marginal. Por ello no merece la
pena recorrerlos de principio a fin: solo hay que buscar puntualmente lo que uno
realmente necesita saber. (Ahora sí,
seguidores de Negroponte, alegraos: para esto es mejor un buscador digital que
revisar ejemplares impresos).
Tercera hipótesis: el fútbol
La tercera
hipótesis, finalmente, dice que me volví vago, viejo, que no puedo mantener la
concentración en textos mayores a diez líneas y que me convertí en un cómodo e
indolente ciudadano de segunda al que no le importa nada mientras pueda ver
fútbol por la televisión. (O, dicho en su versión mística: estoy en un plano de
la existencia espiritual superior en el que las cosas mundanas –entre las que,
desde luego, NO se encuentra el fútbol– carecen de todo interés.)
(Elija la explicación que menos le guste y probablemente será la acertada.)
(Elija la explicación que menos le guste y probablemente será la acertada.)
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