8 de octubre de 2011

Por qué ya no leo diarios

Castañas en el fuego (PS) by My Buffo
Castañas en el fuego (PS), a photo by My Buffo on Flickr.
El otro día descubrí que ya no leo los diarios. A veces consulto alguna cosa en las versiones digitales, o leo un artículo suelto en la edición en papel. Pero ya no cumplo con el ritual matinal de hojear (u ojear), de principio a fin, un diario impreso.
Pero a no entusiasmarse, discípulos de Negroponte, futurólogos de feria o compradores compulsivos de smartphones. No se trata de que me pasé a los periódicos on-line: tampoco incorporé el ritual de visitar diariamente al menos una página de noticias, recorriéndola de principio a fin para ver qué está pasando en el mundo. Como digo, no leo diarios en ninguno de sus formatos.
El asunto no debería de resultar extraño, porque hay mucha gente que no lee los diarios (ni en papel, ni en digital; ni la página de los chistes, ni cuando envuelven el pescado; ni la tapa ni un enlace que le pasó un amigo; nada de nada). Sin embargo, sí parece raro cuando el que suscribe se formó profesionalmente para ser, entre otras cosas, periodista. Por ello creo que el asunto merece una exploración, un intento de explicación.
Al principio creí que se debía a la mala calidad del periodismo actual (o a un aumento de mis exigencias, si es que el periodismo fue siempre igual de malo). Me dije que, dados los errores y las erratas, la falta de rigor, la superficialidad y, por qué no, los problemas de dicción, gramática y ortografía de la mayoría de comunicadores, leer prensa (o ver noticieros, o escuchar los informativos de la radio) era una práctica más cercana a la autoflagelación que a la sana costumbre de mantenerse informado.
Pero eso, en definitiva, era echarle la culpa a otros de un problema que, intuyo, es solo mío. Así que se me ocurren tres hipótesis para explicar mi cambio de hábitos.


Primera hipótesis: la indignación
Todo comenzó los domingos.
Los domingos, como mucha gente, solía levantarme algo tarde y me pasaba la mañana, hasta la hora de almorzar, tomando mate y leyendo los diarios (o bien había más de uno en la mesa, o bien el diario traía tantos suplementos que parecían muchos diarios). Pero algo comenzó a cambiar: sistemáticamente, mi buen humor matinal, mi relajado ánimo de domingo se tornaba pronto en indignación, en malestar, en contrariedad, ira, desesperación, irritabilidad y/o desasosiego apenas pasar dos o tres páginas.
No ocurría lo mismo los otros días; solo el domingo. Quizás, pensé, tenga que ver con que ese día hay más artículos de opinión y análisis, o reportajes que profundizan en ciertos aspectos crudos de la realidad; pensé que, tal vez, eso convertía al diario del domingo en materia opinable. En ese contexto, lo que ocurría era que mis pareceres chocaban con aquellos de los autores y que, al no poder responderles en la cara, todo lo no-dicho se convertía en malestar, indigestión, úlcera.
Pero transcurrió el tiempo y ya no fueron solamente los sesudos sofismas del domingo los que alteraron mi espíritu: cualquier breve, suelto, noticia al pasar o resumen de la programación de televisión, un martes o miércoles del montón, comenzó a tener el mismo efecto indignante. Y eso no puede ser.
La indignación es, para mí, un sentimiento reprobable a la altura de otros como la envidia o los celos: es inevitable, casi instintivo, pero indeseable para cualquier ser que presuma de un mínimo de inteligencia y de razón. La indignación esconde la incapacidad de comprender (la sabiduría trae paz); uno se indigna cuando no comprende por qué las cosas no son como uno cree que deberían ser; la indignación refleja nuestra ignorancia sobre el mundo.
Ahora bien, si leer los diarios me provocaba una recurrente indignación, había dos claras lecciones a aprender: una, que yo era un ignorante; la otra, que la información contenida en los diarios no contribuía a solucionar este tema.
Por lo tanto, la lectura de los diarios no tiene sentido: me hace comportar de un modo indeseable (me indigna) y, por otra parte, no me aporta conocimientos útiles sobre el universo. Lejos de informar, el diario solo señala todo lo que no sé.

Segunda hipótesis: la especialización
Hay, sin embargo, otra explicación posible a mi abandono de la prensa diaria. A falta de mejor nombre, vamos a hablar de “especialización”. Permítaseme una breve digresión.
En los kioscos, en la televisión, en las radios y en internet, conviven numerosas publicaciones especializadas sobre temas muy diversos. Algunas de ellas nos interesan más; otras menos u ocasionalmente; y otras no nos interesan nada. Por ejemplo, eventualmente compro alguna revista de historia o sobre fotografía digital, pero nunca leo nada de halterofilia o jardinería. Junto a estas, pero con un carácter algo más general, hay otras publicaciones especializadas que tienen un campo de acción amplio y, a la vez, acotado: la prensa rosa o del corazón, la prensa deportiva, la prensa cultural, la prensa sensacionalista.
Todas estas publicaciones tienen algo en común: cada una recorta un universo con sus propias figuras y problemáticas centrales, sus propias leyendas y mitos, sus propios focos de atención. Así, los vestidos de la monarquía europea son objeto de interés para la prensa rosa, pero no para la deportiva; la contratación de un futbolista de medio pelo compete a la prensa deportiva, pero no a la cultural; el nuevo y polémico libro de un ensayista provoca ampollas en la prensa cultural, pero no interesa a los periódicos amarillos; y el horrible asesinato de una anciana es primera plana en un pasquín popular, pero jamás tendrá sitio en las revistas del corazón. (Y, del mismo modo, un original fotógrafo será el mesías en la revista de fotografía, pero no será nadie en la de halterofilia).
Cada persona, por distintos motivos, selecciona de entre todos esos mundos aquellos que siente afines, aquellos en los que le interesa vivir. Así, alguien puede llegar a saber todo sobre un tema, a reconocer por la calle a las personalidades destacadas de ese universo, pero ignorar los otros (yo podría, por ejemplo, estar almorzando en el mismo restaurante que el levantador de pesas más famoso del mundo, a una mesa de distancia, e ignorarlo por completo).
Pues bien, a lo que quiero llegar (como alguno ya habrá adivinado) es a que la prensa en general (los diarios, los noticieros, los informativos de la radio) también es una suerte de prensa especializada, con sus propio universo recortado del total, que construye un mundo particular con sus personajes e intereses destacados: políticos, economistas, personalidades relevantes del mundo empresarial o del espectáculo; subidas y bajadas de la bolsa, encuentros ministeriales, lanzamientos de programas de televisión, o de nuevos productos informáticos… En fin, ahora mismo no sabría decir cuál es la especialización de los diarios, pero desde luego no es una especialidad que me interese.
No me interesa saber nada sobre Bailando por un sueño, sobre la calificación de la deuda Argentina o Europea, sobre el comienzo de las rebajas en El Corte Inglés, sobre las terapias alternativas que podrían haber causado la muerte a Steve Jobs, sobre los conflictos provincianos por el uso de lenguas cooficiales en la escuela, sobre iniciativas ridículas para reemplazar estatuas, sobre polémicas absurdas por el color de los billetes o el discurso inaugural de una feria, sobre casos policiales de niños ricos, o sobre un largo etcétera.
De lo que traen los diarios, solo me importa cierta información marginal. Por ello no merece la pena recorrerlos de principio a fin: solo hay que buscar puntualmente lo que uno realmente necesita saber. (Ahora sí, seguidores de Negroponte, alegraos: para esto es mejor un buscador digital que revisar ejemplares impresos).

Tercera hipótesis: el fútbol
La tercera hipótesis, finalmente, dice que me volví vago, viejo, que no puedo mantener la concentración en textos mayores a diez líneas y que me convertí en un cómodo e indolente ciudadano de segunda al que no le importa nada mientras pueda ver fútbol por la televisión. (O, dicho en su versión mística: estoy en un plano de la existencia espiritual superior en el que las cosas mundanas –entre las que, desde luego, NO se encuentra el fútbol– carecen de todo interés.)


(Elija la explicación que menos le guste y probablemente será la acertada.)

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