88, originalmente cargada por Lewenhaupt.
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Es
imposible transitar por Buenos Aires, o tomarse un café, o pararse en una
esquina, o sentarse en el banco de una plaza, sin que te aborde alguna persona
con intenciones de lo más diversas. Repaso solo algunas de las principales:
preguntarte si tenés hora; preguntarte qué hora es; venderte la revista Hecho en Buenos Aires; venderte biromes
o lapiceras u otros elementos de oficina; venderte fundas para la tarjeta SUBE;
venderte libros para colorear; manguearte unas monedas a cambio de una
estampita; manguearte unas monedas para el colectivo; manguearte unas monedas
para morfar algo; manguearte unas monedas sin motivo añadido; ofrecerte un show
de tango; ofrecerte una excursión al Tigre; ofrecerte cambio-cambio, reales, dólares,
cambio; entregarte un folleto para que termines el secundario, vayas al
odontólogo o compres artículos de librería; entregarte un volante para “casas
de relax”; consultarte dónde queda tal calle, si falta mucho para alguna plaza
o dónde para equis colectivo; preguntarte si conocés a Jesús; preguntarte si
querés conocer a Jesús; preguntarte por qué no querés conocer a Jesús;
invitarte a conocer a Jesús; insistirte con que sería bueno que conocieras a
Jesús; afanarte.
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La
gente en Buenos Aires (la intuición me dice que no es muy diferente en las
otras grandes ciudades argentinas) camina como maneja. O maneja como camina: rápido, zigzagueando, alerta, con el insulto asomado al balcón de los labios y
dispuesto a saltar ante el mínimo roce. Parece un caos, pero sin embargo hay
una secreta (y a veces incluso bella) armonía en el deambular de transeúntes y
vehículos. Maravilla ver cómo el peatón o el conductor se convierten en misiles
cibernéticos, en sistemas complejos que reaccionan ante los estímulos para corregir
la trayectoria sin perder de vista el objetivo (un punto indeterminado en el
horizonte); y cómo las permanentes correcciones de unos misiles influyen sobre las de
otros sin provocar (en general, claro) colisiones ni daños graves.
Asombra ver cómo el frente de peatones que avanza cruzando la avenida se
encuentra con el frente de vehículos que doblan la esquina y, en lugar de
producirse un violento choque, una escaramuza o una estampida, las dos masas de
piezas en movimiento se entrecruzan sin apenas disminuir la velocidad, se
atraviesan la una a la otra en un armónico cálculo de trayectorias.
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Independientemente
de lo dicho en el punto anterior, conviene resaltar el semáforo de peatones se
asume como una sugerencia o una recomendación: el hombrecito rojo apenas indica
que hay que fijarse si vienen autos antes de cruzar. El hombrecito verde (o
blanco) no significa nada porque, en Buenos Aires, los autos siempre tienen prioridad: ya sea que en
el semáforo principal el círculo esté verde o amarillo (o bien que esté rojo, pero que hasta unos segundos antes fuera amarillo), el conductor asume que él
tiene derecho a pasar, doblar, acelerar.
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En
Palermo hay veredas con enormes y frondosos árboles que, para pasear de día y
en verano, son ideales. Para transitar de noche, en cambio, son una trampa. El
alumbrado público (escaso o nulo) no alcanza a iluminar el oscuro corredor en
que se convierten grandes tramos de vereda, por lo que uno debe ir a tientas bajo
una de las más terribles amenazas de la vida urbana: la cagada de perro. Porque
uno, realmente, no espera que salga de un zaguán oscuro un encapuchado armado
con cuchillo o revolver a sugerirle dos opciones (“la plata o la vida”): eso lo
intuye, lo oye, lo palpa, lo presiente; no hace falta ver para percibir la amenaza
del asaltante. En cambio, la cagada de perro se convierte en un eficaz asesino agazapado
en la penumbra, aguardando el descuido propicio para adherirse a la suela de
nuestro calzado. Especialmente en las veredas descuidadas (frente a edificios
abandonados u obras en construcción, por ejemplo), las cagadas se reúnen como
en un ghetto marginal, un refugio para los de su especie; en las noches
estivales, uno puede percibir su presencia conspiradora con el olfato pero, en
esas oscuridades de Palermo, no puede verlas. Y es así cómo, aún circulando con
las máximas precauciones y cautelas, es probable que alguna de estas criaturas
consiga su objetivo y nos acompañe un pequeño tramo de camino, deshaciéndose a
cada paso hasta alcanzar su completa extinción.
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