Cada vez estoy más convencido que, en nuestro tiempo, los
adultos tendemos a comportarnos como una panda de preadolescentes egoístas que
no ve más allá de sus preocupaciones pueriles, cuyos vínculos afectivos solo se
basan en el comercio de dar y recibir, incapaz de distinguir los grises en un
mundo que percibimos en blanco y negro y que, cada dos por tres, invierte la
polaridad haciéndonos afirmar con ardor lo que antes negábamos con vehemencia.
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