La corrupción en la política es como el doping en el ciclismo. Todos sabemos que está ahí, que siempre
estuvo ahí, que alcanza a todos; y sin embargo nos resistimos a admitir que existe
y nos indignamos cuando se destapa algún caso. Eventualmente, dependiendo de si
el acusado es alguien que nos cae en gracia, también podemos ofendernos, o
acusar a un complot judeo-francmansónico-mediático de estar detrás de las
acusaciones sobre el enriquecimiento desmesurado de CFK o el clembuterol de Contador.
Pero no es más que un caso de ceguera voluntaria.
El ciclismo es un deporte puramente físico. Se trata de resistir
pendientes prolongadas y carreras contrarreloj, etapa tras etapa, con pocos o
ningún día de descanso entre un tramo y el siguiente, en pleno verano y al rayo
del sol. Solo aquellos mejor preparados físicamente aguantan y vencen. En un
deporte donde no se exige otro talento ni habilidad, donde no hay muñeca,
cintura, pulso o puntería que valga, la presión por ser el más fuerte es
impresionante. Para llegar a la cima del Tourmalet solo hay que tener piernas poderosas,
pulmones enormes y un corazón infatigable que bombee sangre limpia durante
interminables pedaleadas.
La tentación es enorme.
Y está la mera sospecha de que tu competidor haga “trampas”,
porque lo ves fresco como el primer día, mezclado tranquilamente en el pelotón hasta
que, de pronto, emprende una escapada como si nada. Apenas la sombra de la duda
acerca de si tu rival está usando sustancias dopantes hace que,
preventivamente, te plantees hacer lo mismo. Una vez que estás ahí, ya no
querés perder. Hay un equipo detrás, y patrocinadores, y miles (millones) de
ojos puestos en lo que sos capaz de hacer.
En la política no es muy diferente. Aun asumiendo el caso de
un ciudadano que comienza a militar cargado de ideales y con un proyecto para
cambiar el mundo, el mero ascenso hacia el lugar donde podrá hacer realidad sus
ideas (el parlamento, la casa de gobierno, la municipalidad) requiere de ayuda:
un partido político, financiación que le permita difundir su mensaje, alianzas,
compromisos… Cuando se quiere dar cuenta, está más concentrado en hacerse un
lugar en la política que en sus proyectos originales. Y cuando por fin llega,
se encuentra con que debe demasiados favores, que tiene demasiados compromisos y
que mantenerse en el puesto es tanto o más difícil que llegar a él.
Después de haber dedicado una vida entera a ocupar una
posición de poder, la tentación es enorme.
Y está la mera sospecha de que tu competidor haga “trampas”,
porque se mueve en los pasillos como en el salón de su casa, vive muy cómodo y
se lleva bien con sindicados, empresarios y embajadores extranjeros. Apenas la
sombra de la duda acerca de si tu rival no estará aprovechándose de una red de
tráfico de influencias y dinero negro para permanecer en su cargo y acumular
poder hace que, preventivamente, te plantees hacer lo mismo. Una vez que estás
ahí, ya no querés perder. Hay un partido detrás, y patrocinadores, y miles
(millones) de ojos puestos en lo que sos capaz de hacer.
Y todo esto si se intenta pensar bien. Porque pensando mal,
podemos asumir que la mayoría de los que se meten en uno y otro negocio saben
de antemano lo que hay y a lo que van, e incluso lo están deseando.
De modo que el Tour de
France lo gana aquel a quien todavía no se le descubrió su estrategia de
dopaje y convence a las masas negadoras de que es un atleta formidable. Y en
política gobierna el que oculta la trama de favores que lo han llevado a la
cima y logra convencer a las masas negadoras de que es un estadista formidable.
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