5 de octubre de 2013

Las penas son de nosotros

Uno recorre la tapa de los diarios españoles (la portada, que le dicen) y se encuentra hoy, 5 de octubre de 2013, con una indignación compartida por la mayoría: a los principales acusados de la mayor trama de corrupción urbanística conocida los condenaron a penas de entre seis meses y 11 años. A todos les parece muy poco.
Y uno se pregunta: ¿poco? Poco, a final de cuentas, es un término relativo. ¿Poco con respecto a qué?
Poco en relación a lo que pedía el fiscal, casi 30 años por cabeza. Puede ser.
Poco en relación a los millones estafados: un diario saca la cuenta y dice que sale a 9 horas y pico de cárcel por cada millón de euros (aunque podrían hablar millón de pesetas; con los españoles nunca se sabe, tan aferrados a las tradiciones).
Poco en relación al revuelo mediático: en las horas y horas de noticias, programas especiales, debates y tertulias no faltó nada, desde la diva popular (Isabel Pantoja), pasando por el alcalde carismático (Julián Muñoz), el empresario oscuro (Roca), el lujo y la opulencia, y hasta un fantasma (el de Jesús Gil y Gil) revoloteando por la escena. ¿Todo este circo para once años? 

No voy a meterme en los dominios del Derecho Penal (alguien me va a tirar un libro de Jakobs por la cabeza si lo hago) ni en las razones y objetivos de las penas (veo venir volando hacia mi sien un ejemplar de Vigilar y castigar). Me voy a quedar con lo poco que queda: con el poco.
Imagínense que a cualquiera de nosotros nos toca pasar una noche en un calabozo: habrá quienes lo tomen mejor, quienes peor, pero a todos nos parecerá una experiencia desagradable, un episodio que preferiríamos olvidar; en algunos casos, si estamos en compañía de otros encarcelados, quizás no peguemos ojo en toda la noche; y en otros, si la compañía no es muy agradable a la vista, quizás nos sintamos por un rato como el protagonista de Expreso de Medianoche (no hablemos ya de que la broma le toque a uno de estos nuevos adolescentes hipersensibles e hiperprotegidos, para cuyos padres supondría una experiencia traumática que el niño solo podría superar con años y años ‒siglos‒ de terapia).
Ahora imaginen que la estadía se prolonga durante una semana. El tiempo equivalente a unas vacaciones cortas, en las que uno suele ir a visitar a algún pariente, pasar un par de días en el campo, pasear por alguna ciudad, subirse a una sierra, mojar las patas en alguna playa y/o tumbarse en el sillón a leer un buen libro, de principio a fin. Pero en vez de eso (excepto por lo del libro, quizás), hay que pasárselo encerrado entre cuatro paredes, en condiciones de higiene mínimas, poca intimidad, y una compañía selecta de presidiarios escogidos ente lo peor de lo peor (no solo por su criminalidad, sino porque fueron los tontos que se dejaron atrapar).
Claro, pensamos, a nosotros no nos van a mezclar con lo más bajo ni lo más violento. Y si tenemos algo de reservas, hasta consigamos algún trato de favor, comodidades por sobre la media de la cárcel, una tele, revistas, cigarrillos, masitas dulces, qué sé yo. Y como quien no quiere la cosa, la semana se pasa volando.
Pero la cosa se estira y llegamos al mes. Ya te da igual la tele, donde aparecen cíclicamente los mismos boludos diciendo las mismas boludeces (excepto los fines de semana, cuando hay fútbol y el tema se anima). Un mes es mucho tiempo de privaciones, especialmente si tenías tus rutinas y tus costumbres: un paseo por ahí, una cena en tal restaurante, una partida de cartas con los amigos; llevar los pibes a la escuela, comprar el pan y el diario todas las mañanas, parar en el kiosco de Fulanito y hablar de nada en particular y de todo en general; el cafecito con medialunas en lo del gallego; ese trayecto de tren a la oficina, mirando la cara dormida de tus acompañantes e imaginando cuáles serán sus historias; el partidito de fútbol, tenis o paddle de cada semana; la peluquería, con las amigas del barrio; salir a mirar vidrieras los sábados por la mañana; sacar el perro hasta el parque; ir el domingo a lo de la vieja para comer unos buenos tallarines, o un asado.
Un mes entero, cuatro semanas. Se empieza a hacer largo.
Pero más se alarga si te dan tres meses. Doce semanas, noventa días completos alejado del mundo conocido, circunscrito a la misma celda, los mismos pasillos, el mismo patio y la misma (mala) compañía. Se hace realmente insufrible, una agonía prolongada, solo comparable con el tedio de esperar de madrugada durante una hora y media a que pase algún colectivo que te lleve a casa en aquella calle desierta: en esas circunstancias, vencidos por el sueño, solemos creer que el colectivo no aparecerá nunca y que nos quedaremos ahí para siempre, en la soledad inhóspita de la noche, pasando frío, con las piernas entumecidas, dudando sobre si conviene sentarse en ese portal meado por mil perros a riesgo de quedarnos dormidos y perdernos el único bondi que surque la avenida nocturna; con las pilas de la radio, el walkman o el Mp3 agotadas, sin nadie a quien recurrir porque no son horas de pedirle a ninguno que agarre el auto y te venga a buscar.
Y ahora sí, pasemos al año sin escalas. 365 días y sus noches. Imagínense todo lo que hicimos en un año y ahora piensen que no lo pudimos hacer. Un año completo de nuestras vidas borrado en una sala de espera a ninguna parte.
Intentemos ponernos en situación. En casi ocho meses, por ejemplo, un estudiante universitario puede aprobar entre cuatro y diez materias, y todavía le sobran cuatro meses para irse de mochilero por ahí, conocer mundo y hacer nuevas amistades. Un embarazo dura nueve meses y es una experiencia increíblemente rica, plagada de matices, idas, vueltas, complicaciones, momentos buenos y malos… Y todavía nos sobran tres meses. Por no mencionar que Phileas Fogg te da la vuelta al mundo en 80 días.

Y eso, recodemos, siempre que tengas suerte (o que encuentres cómo influir en el Servicio Penitenciario) y no te vaya a tocar la compañía amable de hombres tatuados que se ponen cariñosos en las duchas, o marimachos a las que les gusta contar con muñecas nuevas para jugar en las noches de invierno. Entonces sí, te va a parecer que estás en el infierno, donde el castigo se repite infinitamente, como si fueras Prometeo y te comieran el hígado una y otra vez, durante 365 días, uno detrás del otro, incontables veces. Un año te va a parecer la versión terrenal de la eternidad.

Ahora bien, multipliquen la experiencia por 11. ¿Poco?

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