6 de octubre de 2014

La gallina y los huevos de (azul y) oro

El autor (der.), en su tierna infancia, con una camiseta de River.

No sé. Capaz que es porque me estoy haciendo viejo. O gagá. O qué sé yo. Pero ayer fue la primera vez en mucho tiempo que vi un Superclásico sin el odio típico al rival. Quería que ganara Boca, por supuesto, pero no quería "matar a todas las gallinas".

Putié al referí, es cierto. No era penal ni expulsión de Gago. Y me cagué en el cambio de Gallardo y su acertada estrategia para alcanzar el empate. Pero todo dentro de los límites de un partido de fútbol que querés ganar. Y punto.

Por ahí es que me estoy amanerando. Prefiero un duelo simpático, folclórico, donde cada uno saca sus armas (el supuesto buen juego de River, los supuestos huevos xeneizes) y la cosa termina en cargada graciosa entre amigos (viejos amigos), de esos que se eternizan en discusiones ingeniosas que no aspiran a ganar jamás, y que tienen su gracia precisamente en ese inconcluso desenlace salpicado de triunfos pasajeros y derrotas efímeras. Como en el 'foro u oferta' de los festejos leoneses, donde nadie gana o pierde nunca realmente, y todos se vuelven a casa convencidos de que tienen la razón (si Boca perdía, siempre nos quedaba el refugio de no habernos ido a la "B", de las Libertadores y las Intercontinentales; si River perdía, siempre podían refregarnos la punta y el anterior campeonato y sus no sé cuántos títulos nacionales de más).

Por ahí es que me acordé de todos los amigos y parientes gallinas que tengo repartidos por el universo (en especial mi abuelo, por quien vestí una camiseta de River cuando era chiquito, aunque yo continuaba insistiendo en que era hincha de Boca), gente que me cae bien y que es mucho más que un hincha de River.

O por ahí es que, después de la final del Mundial, empecé a entender que el fútbol es como la vida, pero que la vida es algo más que fútbol.

(¿Es grave, doctor?).

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