30 de abril de 2010

Tonto el que lee


Dijo en su oportunidad Vladimiro Marrón: “Tonto el que lee”. Reitero que dijo y no que escribió. Por lo tanto, su frase no es más que una frase, concreta, concisa y correcta. Por su naturaleza sonora, está lejos de la picardía típica de quien la escribe en un billete, en un muro o en la puerta de un baño público. Se trata, en fin, de la condena expresa, lisa y llana de un no-lector a la actividad de los lectores. Hasta aquí, nada fuera de lo normal.
    No obstante, Marrón dice con esta frase algo más. Puesto que él no la escribe, quien (como yo) la escriba será quien guíe a un hipotético lector hacia su tontería. Por lo tanto, el acto de escribir tal alocución es artero, malicioso y malintencionado, ya que el escritor sabe perfectamente qué ocurrirá cuando la sentencia sea leída.
    La clarividencia de Marrón (de la que deriva su odio a lo escrito) consiste en comprender la verdadera esencia malévola de la escritura. Pues es precisamente la escritura la que enreda en la trampa al lector. Su artificioso y opaco carácter de codificador imperfecto del pensamiento hace de la escritura un arma de doble filo. El pobre lector es conducido hacia la estupidez por la propia naturaleza de la transcripción: el ojo humano, primero, reconoce que existe un mensaje antes de poder saber qué dice tal mensaje; el texto exige así ser decodificado y, cuando ello sucede, se vuelve en contra del lector al indicarle que, por haber hecho caso de su imperativo, el hombre está condenado irremediablemente a ser un tonto.
    De aquí se desprende el verdadero y oculto sentido de la frase marroniana: que la escritura es perversa, en tanto conduce a la estupidez. Ergo, tonto el que lee.
    Aunque también es posible que Vladimiro Marrón sólo estuviese leyendo, inocentemente y en voz alta, el graffiti que alguien pintó en una pared de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (sede Puán).
Juan Pedro Soco Urtizberea




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