Casi nueve años. Es como haber dormido durante una década para despertar en el futuro. Uno cree que todo va a seguir igual, que solo pasó un día (una noche), pero no. Sale a la calle y se encuentra en una ciudad creada por un escritor de ciencia ficción, que imaginó a su metrópoli igual, pero distinta; construida a base de exagerar rasgos, proyectar tendencias y recuperar historias del pasado para colocarlas en el mañana, la pluma y la imaginación pintan un paisaje a la vez familiar y desconocido.
El autor juega a imaginar una pobreza que continuó creciendo y retroalimentándose. Así, escribe una ciudad donde las villas miseria son ya urbanizaciones precarias con edificios de dos, tres y hasta cuatro pisos, endebles e inestables, laberínticos, como favelas en los llanos terrenos del ferrocarril.
Siguiendo esta línea decadente, el escritor se ceba con algunos símbolos de la opulencia en retirada: el histórico primer shopping de la ciudad, punta de lanza de una sociedad con aspiraciones de primer mundo, aparece convertido en un supermercado de barrio con locales de galería, custodiado por los linyeras que beben vino al sol o que duermen en colchones sucios a la sombra de la basura.
En esta ciudad, la paranoia de la inseguridad lleva las rejas del country a las plazas, monumentos y edificios públicos. Espacios que incorporan personajes y ecosistemas propios, tan naturalizados como las palomas y los gorriones, los perros y los jubilados: en sitios estratégicos, en indiferente convivencia con los cartoneros y los oficinistas de celular y gomina, acampan grupos diversos con luchas dispares, mezcla de conflictos nuevos e históricos, en un ritual de protesta tan repetido que, lejos de concitar atención, genera pura apatía.